Le grabaron las cámaras del supermercado. La mujer lloraba junto al personal de seguridad y, entre sollozos, sólo decía que no tenía comida para sus hijos. Al poco rato, en los alrededores de la iglesia Santa Ana, en Barcelona, me sorprende una larga cola de personas que recogen alimentos.
Sigo por Las Ramblas y el ambiente es dantesco. Letreros a doquier de “se alquila”, “se traspasa”, o “cierre por liquidación”.
El comercio se desploma. La PYME está en estado crítico. Se trata, además, de un tejido empresarial sin la dimensión adecuada, tradicionalmente olvidado, apalancado financieramente, y ahogado por los ICOS que no se van a poder devolver.
Por su parte, la gran empresa también sufre. En términos interanuales, la recuperación no se ha iniciado, las pérdidas ahogan y la descapitalización avanza.
La situación es preocupante. No se trata del cierre temporal de empresas por razones sanitarias. Se trata de cómo éste se afronta. Pero claro, no somos Alemania, Austria, o Estados Unidos.
Se olvida que la única solución a la enorme hemorragia del COVID es inyectar sangre en vena; inyectar ayudas directas con cargo a deuda pública perpetua. Inyección equivalente a los ingresos perdidos o, cuanto menos, para la cobertura de costes. Catalunya así lo intenta, pero en cuantía insuficiente.
No se trata de moras temporales, ni de obligar a unos que renuncien en favor de otros. No se trata de créditos que, sin ingresos, no es posible devolverlos. Se trata de liquidez no reintegrable y que el propio mercado se autorregule.
Pero el colapso financiero que el Estado sufre lo impide porque, a diferencia de nuestros vecinos del norte de Europa, no hemos hecho los deberes y ahora, que es la hora de la verdad, no hay margen para ayudar al sector privado.
Es evidente que gastar, hay que gastar, pero bien y en ayudas directas. Atrincherarse en los ICO es engañarse. Lo importante es apostar por las empresas que al inicio de la pandemia eran viables, apostar por el sector privado y apostar por un modelo económico.
Los grandes inventos de nuestra humanidad han surgido del sector privado. La propia vacuna contra el COVID es obra de éste. Las acciones solidarias más importantes han surgido de la sociedad civil. Sólo el crecimiento económico aporta prosperidad, riqueza y fortalecimiento de la clase media. Es pues el momento de apostar de verdad por el sector privado y por la colaboración público-privada.
No digo que no se hayan tomado decisiones. Digo, tan sólo, que el COVID no nos ha hecho rectificar nuestros errores. Sólo hemos aprendido a gastar más, pero a gastar mal.
El Sector Público, salvo los sanitarios, no ha sufrido el COVID. No ha habido ERTES, los salarios se han mantenido, el gasto de lo superfluo y las duplicidades no se ha reducido, no hay un plan para adelgazar eficientemente la Administración, el nivel de vida no ha disminuido, no hay supuestos de vulnerabilidad y los políticos no han hecho ningún significativo gesto de solidaridad.
En cambio, el sector privado ha ajustado costes y se ha visto obligado a presentar ERTES; a endeudarse. El nivel de vida ha disminuido y la vulnerabilidad ha aumentado. Y a pesar de ello, el sector privado es el único que intenta sobrevivir; reinventarse; aprender de lo negativo. Pero está ya al límite. La inacción de la Administración está de hecho permitiendo que los grandes se “coman” a los pequeños.
Aumentar los impuestos es pues insolidario e irresponsable. Además, la presión fiscal indirecta se aumenta en silencio y se olvida promover una fiscalidad que incentive el compromiso social, premiando a quien se comprometa con políticas que garanticen el bienestar y la cohesión. Se ignora también el margen que tenemos para replantear exenciones, privilegios, y reducciones, o promoviendo acuerdos para cobrar los 12.763 millones de euros que están apalancados, fruto de la conflictividad tributaria.
Y lo peor es que no hay un plan para crear riqueza. Y sin riqueza, la fiscalidad se torna insoportable; asfixiante. El Sector Público ha abandonado al Sector Privado y no ha entendido, ni entiende, que, sin empresas, aquél se desmoronará; que, sin riqueza, hay pobreza. Que la desigualdad no es el problema, sino la pobreza.
La verdad es que no somos conscientes de lo mucho que pagamos en impuestos. El Estado ya se encarga de que no lo visualicemos, troceándolos y cobrándolos a través de intermediarios. Haciendo opaco lo que, de ser transparente, sería un escándalo social. La verdad, la única verdad, es que el sector público está en deuda con el sector privado.