Asesoria & Asesores Fiscales

Recientemente he tenido la oportunidad de explicar a alumnos de primaria qué son los impuestos y por qué hay que pagarlos. Una experiencia gratificante que me ha obligado a explicar de forma sencilla algo que no lo es. A pesar de ello, no he tenido respuesta a algunas de sus preguntas.

En efecto; los oyentes entendieron con facilidad que los impuestos contribuyen a una sociedad más justa y que nos permiten financiar la educación, la sanidad, la seguridad ciudadana, la limpieza de las calles, la construcción de carreteras y un largo etcétera. Entendieron también que los impuestos nos acompañan en todo lo que nos rodea; pagamos impuestos por lo que consumimos, por el agua, el gas o la luz que utilizamos, por la entrada del cine, por el metro, por todo, vaya. Entendieron también que todos hemos de pagar impuestos; entendieron igualmente que quien más tiene o quien más gana, ha de pagar más que quien menos tiene o quien menos gana. Les expliqué que los impuestos se remontan a muchos siglos atrás; tanto, que incluso en la Biblia se hace referencia a los tributos. No les pude negar las revueltas sociales que en la historia se han producido con motivo de los mismos. Les hablé del legendario Robin Hood o de Al Capone, el mafioso americano que solo pudo ser condenado por delito fiscal. Sin embargo, el tema se empezó a complicar cuando les dije que en el año 2014, y teniendo en cuenta el número de ciudadanos censados en España, la media de impuestos por ciudadano, sin tener en cuenta la tributación local y autonómica, fue, aproximadamente, de 5.400 € “per cápita”, es decir, 21.600 € en el caso de una familia con dos hijos; media que es mucho mayor si el colectivo que se toma en consideración es exclusivamente el de contribuyentes como tal. Ahí ya se empezó a “girar” la charla y aquello de la solidaridad empezó a crujir.

Pero cuando me quedé sin respuesta fue cuando mis noveles oyentes me razonaron que si los impuestos son “buenos” para “todos” por qué hay tanta gente que no los paga refiriéndose a conocidos empresarios, profesionales y políticos. Me sentí también atrapado porque no les pude dar ejemplos concretos de eficiencia en la gestión del gasto o de eficacia en las políticas públicas. Me di entonces cuenta de que la teoría es una y la práctica otra muy distinta; que la cultura tributaria y cívica es importantísima pero que, sin ejemplaridad pública y privada, de nada sirve. Me di cuenta de que, tras más de 40 años de experiencia profesional y docente, no supe darles ejemplos de verdadera transparencia pública. Sí supe decirles que países con gran cultura cívica y alto grado de ejemplaridad tienen bajos niveles de fraude. Y me marché triste al convencerme, una vez más, de que la gente paga por miedo y no por convencimiento y que es mucho el camino que nos queda por recorrer en cultura, transparencia y ejemplaridad. En eso sí que les convencí.

Antonio Durán-Sindreu Buxadé