Asesoria & Asesores Fiscales

Los impuestos son aquellos tributos que se caracterizan por su ausencia de contraprestación. Su destino es financiar los costes que se consideran “indivisibles” entre los ciudadanos al considerarse que benefician a todos por igual. Este es el caso, por ejemplo, de los inherentes a la seguridad de los ciudadanos o al funcionamiento del Parlamento español. Junto a ellos, existen también costes cuyo beneficiario, a pesar de que sí se puedan individualizar, es la sociedad. Este es también el caso, por ejemplo, de las prestaciones en favor de personas en riesgo de exclusión social. Y existen, también, otros costes que se repercuten a quienes solicitan la prestación de determinados servicios públicos, por ejemplo, la renovación del DNI o la expedición de títulos académicos.

Pero incluso en tales casos, una parte del coste es imputable a la sociedad ya que esta es también su beneficiario. Es así evidente que el beneficiario directo de un sistema general de DNI es la propia sociedad ya que con este se consigue un control más efectivo de la seguridad nacional. Pero está claro, también, que su renovación es un servicio público que se presta de forma individualizada a quien lo solicita. Existe, pues, un beneficiario colectivo, la sociedad, y un beneficiario individual, el ciudadano.

Mientras que los costes imputables a la sociedad se financian con impuestos, los imputables al servicio que el ciudadano solicita se financian a través de lo que se denominan “tasas”. Este esquema tradicional, al que hay que añadir las “contribuciones especiales”, constituye la estructura básica de los ingresos públicos en concepto de “tributos”.

Este ha sido también el esquema tradicional sobre el que la mayoría de los sistemas tributarios se han diseñado, esquema cuyo origen se remonta a varios siglos. Sin embargo, el Estado ha evolucionado en su concepción, en especial, con la irrupción del Estado de Bienestar o, mejor, del Estado social; Estado en el que lo que se cuestiona ya no es su grado de intervención como tal, sino en su condición de “social”.

Con este se han reconocido derechos que hace años eran impensables, por ejemplo, el derecho a la protección de la salud, a la educación, y a una vivienda y a un trabajo digno, derechos, todos ellos, vinculados a la “dignidad” de la persona. Y, sin mayor reflexión se asumió que su financiación, al tratarse de costes “indivisibles”, correspondía al Estado. Su consecuencia inmediata ha sido el paulatino convencimiento del derecho “gratuito” a cada vez mayores prestaciones transformado el Estado social en un verdadero Estado “protector” y “subsidiador”. El azote que la crisis económica ha significado nos ha hecho percibir la realidad y plantearnos la sostenibilidad de ese modelo de Estado.

Sin embargo, la verdad es que no nos hemos percatado de que la tradicional configuración de los ingresos públicos no se ha adaptado al moderno Estado social. No se trata de que este sea financieramente inviable, sino de que los cánones tradicionales no le son de aplicación. Y no lo son porque no se ha reflexionado sobre si los costes de tales derechos sociales son “divisibles”, “indivisibles” o los dos.

Es innegable que su beneficiario es la sociedad como tal. Pero es también innegable que su materialización requiere reconocer derechos individuales. Así, por ejemplo, el objetivo de una sociedad sana no se puede conseguir si no se reconoce un derecho individual a la sanidad. Es pues innegable que una parte de su coste es imputable a la sociedad, y que otra parte del mismo lo es a quien solicita su prestación. No hay que olvidar que el reconocimiento de ese derecho, y salvo excepciones, no implica su gratuidad. El problema se ciñe, pues, en determinar qué parte de su coste es imputable a unos y otros. Mientras que la parte que es imputable a la sociedad se ha de financiar con impuestos, la que lo es al ciudadano se habría de financiar a través de “algo” parecido a las tasas o a los precios públicos.

Si avanzamos un poco más, es innegable que el coste de los derechos cuyos beneficiarios son ciudadanos en riesgo de exclusión social se ha de financiar íntegramente con impuestos porque es a la sociedad a la que le corresponde asumir tales situaciones. Pero, ¿qué ocurre con el resto, esto es, con el coste imputable al resto de los ciudadanos? Pues que una parte del mismo se habría de imputar a la sociedad, que es su principal beneficiario, y la otra, al ciudadano, que es su otro beneficiario. Se habla, así, de costes inherentes a derechos “colectivos”, y de costes asociados a derechos “individuales” que permiten hacerlos efectivos. ¿Qué parte se imputa a uno y a otro? A modo de reflexión, sugerimos un 50 % a cada uno.

Pues bien; con relación al 50 % imputable al usuario, este lo habría de financiar con aportaciones en función de su renta. A modo de ensayo, proponemos que las rentas superiores a 60.000 € aporten un 100 %, y que el resto de rentas aporten un 75 %, aportación que tendría como límite un 40 % y un 25 %, respectivamente, de su renta en términos de base liquidable; aportación que ha de ir acompañada de un “bono” por “consumo mínimo” por la parte financiada con impuestos. Los excesos de los límites citados integrarían, también, el coste a financiar con impuestos.

En definitiva, creo necesario reflexionar sobre la equitativa financiación de los derechos fundamentales que definen y caracterizan al Estado social con carácter previo a la necesaria y urgente reforma integral del sistema tributario. Ha llegado ya el momento de abandonar la política del “parcheo” y de afrontar la modernización de dicho sistema. No lo demoremos.

Antonio Durán-Sindreu
Socio Director
Profesor de la UPF

Categoria

Fiscalidad general

Fuente: Durán-Sindreu, abogados y consultores de empresa

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