Asesoria & Asesores Fiscales

En su primera comparecencia en la Comisión de Hacienda del Congreso, la Ministra de Hacienda recordó, citando a Bertolt Brecht, que “las crisis se producen cuando lo viejo no acaba de morir y lo nuevo no acaba de nacer”. Nadie ha definido mejor la enfermedad que nuestro sistema fiscal padece. Pero, ¿cómo ha ser esa nueva fiscalidad?

Lo primera reflexión que hay que hacer es cómo financiar el gasto público. Me explico. La expansión del Estado de Bienestar ha promovido que las Administraciones Públicas presten cada vez más un mayor número de servicios que no se financian de idéntica forma. Unos, como la sanidad, se financian íntegramente con impuestos; otros, a través de tasas, y otros, a través de precios públicos. Por su parte, no todos los servicios se financian íntegramente con impuestos, tasas o precios, sino de forma mixta, estos es, que una parte de su coste se sufraga con impuestos y otra a través del precio o tasa que el usuario del servicio paga por el mismo. Se trata, en realidad, de supuestos de cofinanciación, como el transporte público. Existen también otros servicios, como las guarderías públicas, cuyos precios están, en algunos casos, en función del nivel de renta de su usuario. Sea como fuere, la diferencia esencial entre financiar el gasto a través de impuestos o de tasas y/o precios públicos, reside en que, mientras en el primer caso los costes no son individualizables porque se considera que su beneficiario es la sociedad en general y no una persona en concreto, en el segundo sí que es individualizable porque existe un beneficiario en concreto del servicio que, en la mayoría de los casos, coexiste con la propia sociedad como beneficiario que también es de los mismos.

Pues bien; en mi opinión, es necesario reflexionar sobre la conveniencia de avanzar hacia la cofinanciación de los servicios públicos. Me refiero, claro está, a los servicios públicos susceptibles de individualización, incluida, por tanto, la sanidad. Lo que en estos casos hay que plantearse es qué parte de su coste es imputable a la sociedad y qué parte a quien utiliza el servicio. Esto nos permitiría reducir la presión fiscal general sin alterar la presión fiscal global. Se dirá, y es cierto, que de esta forma se altera la redistribución de la riqueza en perjuicio de quien más utiliza tales servicios que son, normalmente, las clases medias y bajas. Cierto. Pero para evitarlo, los precios han de fijarse en función del nivel de renta del usuario, esto es, con criterios de progresividad. La parte positiva de la propuesta es el uso más racional de los servicios, su mejor perceptibilidad por el ciudadano, y la necesaria eficiencia de los mismos; servicios que, de ser de calidad y excelencia, serán objeto de consumo generalizado por ciudadanos de todos los niveles de renta. Queda no obstante por resolver qué ocurre con el coste de tales servicios “imputable” a personas en situación de exclusión social, coste que obviamente la sociedad ha de asumir a través de impuestos. Se trata, por tanto, de avanzar hacia la cofinanciación social progresiva y solidaria de servicios de calidad.

Pero con ello solo hemos solucionado una parte del problema. Nos queda por abordar qué figuras impositivas en concreto hay que aplicar para financiar el coste que se financia con impuestos. En este contexto, es obvio que hay que avanzar en la fiscalidad verde, valorar la posibilidad de introducir un impuesto sobre activos no productivos que disuada el remansamiento excesivo y ocioso de beneficios, analizar introducir progresividad en los tramos más altos del Impuesto sobre Sociedades (en adelante, IS) en determinados casos y supuestos, afrontar la fiscalidad digital y la de los robots, valorar, al menos en determinados supuestos y condiciones, un impuesto mínimo en concepto de IS, replantear la fiscalidad sobre la riqueza, afrontar la viabilidad de un impuesto negativo que sufrague las prestaciones de quienes están en situación de exclusión social, impuesto que sustituiría a las que por razones idénticas se estuvieran hoy percibiendo, eliminar la mayor parte de los actuales beneficios fiscales que, dicho sea de paso, rompen la neutralidad y atentan contra la equidad, y avanzar en el impuesto sobre el gasto, además de un largo etcétera que incluye las medidas necesarias para reducir la conflictividad y garantizar la seguridad jurídica, avanzar sin más dilación en una política de fiscalidad colaborativa y participativa, e incrementar la lucha contra el fraude y la elusión en todos los ámbitos, sin olvidar fomentar la educación tributaria y la ejemplaridad pública.

A pesar de todo, no hay que olvidar la necesidad de priorizar, que exige debatir y concretar primero qué modelo de sociedad queremos y qué coste y consecuencias tiene para sus ciudadanos, es decir, y, entre otros, si el Estado es responsable subsidiario o directo en garantizar económicamente una vida digna, qué grado de colaboración público-privado es el adecuado, y cómo se protege el derecho a esa vida digna con la libre elección de los ciudadanos, esto es, con su derecho a la libertad y a la propiedad. Y todo, claro está, sin olvidar que, sin riqueza, ningún Estado de Bienestar es sostenible; riqueza cuya creación no se limita a aprobar incentivos sino a promover el marco económico, jurídico y social de confianza, estabilidad y seguridad en la que aquella crezca y se desarrolle de forma ética y socialmente responsable. Después, y solo después, es cuando la política fiscal es la protagonista.


Antonio Durán-Sindreu Buxadé