Asesoria & Asesores Fiscales

El art. 92 de la Ley General Tributaria regula la denominada “colaboración social”. A pesar de los muchos avances que al respecto se han hecho, conviene reflexionar sobre qué significa de verdad tal colaboración.

En mi opinión, el éxito de esta se basa en la confianza, y nos guste o no, la verdad es que estamos muy lejos de conseguirla. Las razones son varias, pero la principal es la tensión permanente en la que se vive la relación entre la Administración y el contribuyente. Mientras que para aquella este último está siempre “bajo sospecha”, para el contribuyente la sensación es de sumisión “feudal”. Sea como fuere, lo cierto es que no hay una relación de igual a igual. Existe, reconozcámoslo, un mutuo recelo; un sesgo de desconfianza; un desequilibrio típico de una relación de poder.

Una de las razones que influyen en esa percepción que el contribuyente tiene, es la presunta y casi exclusiva orientación de la AEAT a la recaudación; percepción que tiene su origen en el art. 103 de la Ley 31/1990 que, en su apartado Cinco, letra b), establece que la Agencia se financiará, entre otros, con cargo a un porcentaje de la recaudación que resulte de los actos de liquidación realizados por la Agencia respecto de los tributos cuya gestión realice, porcentaje que, para 2018, la Ley de Presupuestos del Estado fijó en un 5 % de la recaudación bruta derivada de tales actos; percepción agravada, además, por los bonus pactados con los representantes de los funcionarios y que la prensa especializada titulaba como “Montoro dispara el bonus de los inspectores para que recauden más” (Expansión, 15/2/2018) indicando que “la Agencia Tributaria ha cerrado un acuerdo con los sindicatos que eleva el bonus por productividad ligado a la recaudación del IVA cerca de un 38 % si se obtiene una recaudación bruta del IVA hasta noviembre de 90.800 millones de euros frente a los 79.800 millones que exigió en 2017”.

El tema se complica si se tiene en cuenta que la cuantificación de ese 5 %, que, como porcentaje, es en sí mismo irrelevante, representa un porcentaje muy importante con relación a los ingresos totales de la AEAT; circunstancia que se agrava por el hecho de que el citado bonus no se vincula, según parece, a la recaudación bruta en términos de caja, sino en términos de derecho de crédito. Esto quiere decir que aquel se devenga con independencia de que la deuda liquidada se recaude o se impugne; circunstancia que incide en la conflictividad tributaria vinculada a la “reinterpretación” de la ley, curiosamente muy vinculada, por cierto, al IVA, esto es, al tributo cuyo bonus es uno de los que más parece haber aumentado.

Esa vinculación estructural y normativa a la recaudación propicia las lógicas críticas de falta de objetividad e independencia que desde hace tiempo se hacen. Sean ciertas o no, la verdad es que ese “mantra” contamina y deteriora la citada relación.

Personalmente soy de la opinión que, como todo en esta vida, la solución ideal no es la opuesta a la situación actual sino, tal vez, una intermedia, por ejemplo, que dicho porcentaje y los correspondientes bonus se centren, exclusivamente, a los actos de liquidación por actuaciones de investigación que den como resultado el descubrimiento de ingresos ocultos y una recaudación efectiva en términos de caja, esto es, vinculados al fraude y al incremento real de la recaudación efectiva, opción que requiere ponernos de acuerdo en definir de forma precisa el concepto de fraude; cuestión que no es baladí en la medida en la que bajo su denominación se incluyen actos de liquidación que nada tienen que ver con el fraude, estricto sensu, y que, incluirlos como tal, confunde a la opinión pública y trasmite un mensaje incorrecto que, repetido hasta la saciedad, trae como consecuencia la interiorización de que existe un fraude generalizado; percepción que propicia la lucha de clases por motivos fiscales y alimenta el populismo demagógico a su máxima expresión.

Pero lo más grave, y vuelvo al principio, es que ese mensaje subliminal enrarece la relación Administración-contribuyente.

En este contexto, si se quiere ahondar en una verdadera colaboración social, el primer paso que hay que dar es el de replantear ese sesgo normativamente cierto de vincular los ingresos de la AEAT a la recaudación derivada de sus actos de liquidación. El objetivo, si se nos permite, habría de ser el de recaudación cero, esto es, pleno cumplimiento espontáneo y voluntario de las obligaciones tributarias.

Sí; ya sé. Es utópico. Tanto como el eslogan de “objetivo, víctimas mortales 0” que Tráfico utiliza pero que refleja muy bien el mensaje que en él subyace: disuasión, prevención y precaución. En definitiva, “la mujer del César no solo debe ser honrada, sino también parecerlo”.

Y para los que niegan la mayor, es decir, el sesgo recaudatorio en las actuaciones de la AEAT, solo les pido coherencia con su planteamiento y que exijan la supresión/replanteamiento del citado precepto legal (art. 103) y de los consiguientes acuerdos sindicales que propician tales sospechas.

Superado este importante escollo, estaremos en condiciones de igualdad en términos de “objetividad e independencia”, pero habremos todavía de desprendernos de otros “mantras” que intoxican la relación.

El primero, el de que el contribuyente es un ser que por naturaleza es defraudador (que es como muchos ciudadanos lo perciben), y que la Administración es un voraz e intransigente rodillo recaudatorio en posesión de la verdad absoluta (que es también como casi todos lo perciben). Pues ni lo uno ni lo otro. El cumplimiento voluntario y espontáneo de las obligaciones tributarias es hoy tan alto como ejemplar, y el objetivo principal de la Administración Tributaria es la lucha contra el fraude. Lo que ocurre es que mientras lo primero no se dice con la insistencia que requiere, lo segundo, sí, e incluyendo en el saco del fraude actuaciones, insisto, que no lo son. Sea como fuere, y reconociendo el porcentaje estructural y ciertamente alto de fraude, la verdad es que el grado de cumplimento es tan alto como loable.

El segundo, el de que el asesor es un ser que, por definición, colabora con el defraudador, y el de que el inspector es un funcionario cuyos ojos solo ven defraudadores a los que hay que reconvertir. Pues ni lo uno ni lo otro. El asesor es un eslabón esencial que realiza una función social innegable y el principal colaborador y causante del cumplimiento voluntario de las obligaciones tributarias; y el inspector es un funcionario con una excelente formación cuya importante y difícil función es la aplicación y cumplimiento de la ley; vaya, el “malo” de la película, y, el contribuyente, preciso, el “culpable” del fraude. En definitiva, un verdadero “duelo” al estilo más típicamente westerniano. Eso no significa que existan asesores e inspectores que deshonran su nombre, pero hay que reconocer que se trata, en todo caso, de supuestos excepcionales.

Sea como fuere, no hay duda de que el inspector vive bajo la presión de ese sesgo recaudatorio que de forma estructural contamina la imagen de la AEAT y que se traduce en objetivos de recaudación; y no hay duda tampoco de que el contribuyente es el verdadero “sufridor” de ese sesgo. Y se olvida que, el uno y el otro, salvo el defraudador, se limitan a aplicar la ley, que es la única que vincula a ambos, ley, por cierto, contaminada por un virus letal denominado inseguridad jurídica.

Una última pero importante precisión. El funcionario público no acostumbra a tener un conocimiento real y completo de la praxis diaria. Es más, en la mayoría de los casos no la ha vivido, y su vivencia, como funcionario, está muy condicionada. Sin embargo, su formación y conocimiento es un capital que hay que aprovechar. Su función, como la del asesor, es además esencial. Y lo mismo ocurre, pero a la inversa, con el particular, sea empresario, profesional o trabajador. Su conocimiento de la realidad es un capital que la Administración no puede desaprovechar. Aprovechar pues las sinergias de uno y otro es la clave para un compromiso conjunto de sincera y leal colaboración con la finalidad de conseguir un objetivo común: la percepción de un sistema tributario justo. En definitiva, la clave del éxito es la colaboración público-privada; pero colaboración, entiéndase bien, en beneficio de ambas partes y con un único objetivo: el justo cumplimiento de la ley.

Mi “teoría” del “objetivo, recaudación cero” se basa pues en una relación entre iguales que, bajo la confianza como principio, ahonde en el diálogo y colaboración conjunta en el diseño y aplicación del sistema tributario; colaboración que requiere, claro está, un marco jurídico que regule los derechos y obligaciones de unos y otros, esto es, que fije las reglas de juego que garanticen esa sincera y mutua colaboración. Se trata, en definitiva, de un compromiso conjunto con relación a un mismo objetivo; compromiso que requiere de una auténtica voluntad de diálogo y de mucha humildad.

Sin ir más lejos, esta es la idea que subyace en el llamado “Consell Fiscal” (Consejo Fiscal) que el art. 311-5 de la Ley 17/2017 del Parlamento de Catalunya contempla y que es el germen de un cambio de tendencia cuyo éxito final depende únicamente de su efectivo impulso y, en definitiva, de la voluntad de las partes. Sea como fuere, este es el camino: el diálogo y la colaboración social; el compromiso por el consenso y el rechazo a la imposición unilateral.

Y hoy, hay que reconocerlo, este diálogo no solo no existe, sino que estamos muy lejos de conseguirlo porque la realidad, insisto una vez más, es que la recaudación contamina cualquier intento de hacerlo posible.

Bajo el prisma de “objetivo, recaudación cero”, diálogo significa voluntad de no beneficiarse mutuamente de los vacíos normativos o de los conceptos jurídicos indeterminados consensuando de forma preventiva y previa criterios que eviten una conflictividad innecesaria y una recaudación ficticia; que los operadores privados participen de forma permanente y activa en las propuestas normativas y en la elaboración de los posibles criterios; que unos y otros se reconozcan en igualdad de condiciones, esto es, que ni uno ni otro tienen la razón, sino que se trata de consensuar criterios sin prejuicios previos; que el único objetivo es la aplicación más justa de la norma.

Se trata, por tanto, de integrar a los dos sujetos de la relación en una única e inseparable relación de participación; de convencerse de que ni uno ni otro puede avanzar si no es de forma conjunta. Se trata de convencerse de que las sinergias son positivas y que los impuestos son la contraprestación a un compromiso social por un Estado de Bienestar justo y que el fraude es una lacra que solo se combate con medidas que excluyan social y económicamente a los verdaderos defraudadores.

La teoría de “objetivo, recaudación cero” exige pues poner el acento en la colaboración, compromiso, consenso y prevención; no en la recaudación.

Si no somos capaces de avanzar en esta línea, la colaboración social se alejará cada vez más del verdadero espíritu que ha de regir su efectiva aplicación. Yo, al menos, no cesaré en el intento.

Antonio Durán-Sindreu Buxadé