Asesoria & Asesores Fiscales

Parece, en ocasiones, que la única finalidad de los impuestos es la de recaudar. Y aunque este es su objetivo material, hay que recordar que no es su objetivo social. Su razón última es la de reducir las desigualdades sociales a través de un sistema tributario justo, circunstancia, esta, que se olvida con frecuencia.

Este es el caso, por ejemplo, del último paquete de medidas fiscales aprobadas por el Gobierno que parece perseguir, tan solo, la recaudación necesaria para ajustarnos a los compromisos de Bruselas. Parece, así, que nuestro problema sea tan solo a corto plazo. Craso error.

Baste recordar que el importe de nuestra deuda pública compite en igualdad con el de la cifra de nuestro PIB y que ya son muchos los años de déficit presupuestario. Se olvida, también, que en este contexto va a ser muy difícil cumplir los objetivos previstos en la propia Ley de Estabilidad Presupuestaria, cuyos artículos 11.1 y 13.1 establecen, respectivamente, que la elaboración, aprobación y ejecución de los Presupuestos y demás actuaciones que afecten a los gastos o ingresos de las Administraciones Públicas y demás entidades que forman parte del sector público, se someterán al principio de estabilidad y que el volumen de deuda pública del conjunto de Administraciones Públicas no podrá superar el 60 por ciento del PIB nacional.

Y sí, es cierto; su Disposición transitoria primera establece para ello un periodo transitorio, periodo, sin embargo, que no parece que se pueda cumplir a pesar de nuestra positiva tasa de crecimiento. Tenemos, pues, un importante problema estructural que, de ser una empresa privada, hubiese obligado a instar concurso de acreedores y, muy seguramente, su liquidación definitiva. El “horno no está pues para bollos”.

Por tanto, hay que ser realistas, tener visión estratégica y a largo plazo, y adoptar las medidas que garanticen una suficiencia sostenible y razonable de recursos públicos. Ello requiere, primero, reducir el gasto por la vía de la eficiencia y por la de revisar la eficacia de las políticas públicas además, claro está, de eliminar toda posible duplicidad, y, segundo, reformar íntegramente el sistema tributario de acuerdo con el modelo de sociedad que podamos financiar. No hacerlo implica un deterioro económico y social permanente e irreversible.

Pero entiéndase bien. No se trata de que no se tomen medidas y de que estas no sean eficaces, sino de que no parece que tales medidas se enmarquen en una visión realista y estratégica de futuro en el que la fiscalidad no deja de ser la consecuencia de un proyecto previo de sociedad. No se trata de “salir del paso”, sino de construir un proyecto coherente y sostenible.

Dicho esto, pasemos a la práctica y centrémonos, por ejemplo, en el Impuesto sobre Sociedades (en adelante, IS). Es obvio que en la actualidad lo habitual es ejercer una actividad económica a través de una sociedad. En este sentido, la tributación en el IRPF de las rentas empresariales es meramente testimonial y responde más bien a un perfil de muy pequeños autónomos.

En este contexto, el objetivo de un impuesto general y progresivo que grave la renta con independencia de su origen ha quedado totalmente superado al haberse producido un importante trasvase de rentas del IRPF al IS. Es por tanto necesario valorar la conveniencia de introducir en este último un mínimo de progresividad que ponga en igualdad de trato a todas las rentas con independencia de su naturaleza.

Por su parte, la existencia de sociedades que no realizan ninguna actividad económica y cuya finalidad, en la mayoría de los casos, es huir de la progresividad del IRPF, hace también necesario valorar, por ejemplo, la creación de un impuesto que grave los activos no productivos. Habrá que pensar también en desincentivar la “sobrecapitalización”, esto es, el remansamiento “ocioso” de beneficios. No se trata de que las empresas no inviertan, sino de que lo hagan en activos productivos y no en aquellos otros que nada tienen que ver con su actividad sino con su uso personal por parte de los socios y accionistas. También pues en este caso hay que reflexionar sobre la conveniencia de un impuesto que grave tales activos. Así mismo, es imprescindible una apuesta decidida por la creación de empleo, la profesionalización de las PYMES, las nuevas tecnologías, y por la capitalización de las empresas o, mejor, por incentivar la reducción de su endeudamiento.

En este sentido, conviene meditar sobre la necesidad de abandonar el típico concepto de “ayuda” por el de “crédito fiscal”. Me explico; se trata de desvincular los incentivos del concepto propio de ayuda, subsidio o subvención “no reintegrable”, vinculándolos a los de una ayuda “reintegrable y condicionada”; reintegrable porque los incentivos se habrían de articular, con carácter general, como créditos fiscales, esto es, como un mero “diferimiento” de los impuestos y no como un “ahorro” de los mismos; y condicionada porque se habrían de vincular a la efectiva ejecución de proyectos empresariales concretos con el objetivo de crear empleo y/o mejorar su competitividad y/o su estructura económico-financiera. En definitiva, sustituir la cultura de la “ayuda” por la del “compromiso”.

Se trata, en definitiva, de medidas que, en su conjunto, mejoren la progresividad del sistema y, en general, su percepción social de justicia. Pero para ello es necesario abandonar las políticas improvisadas y “cortoplacistas” y aplicar políticas con visión estratégica y a largo plazo.

Antonio Durán-Sindreu
Socio Director
Profesor de la UPF