Asesoria & Asesores Fiscales

Cuando nos preguntan por qué existen los impuestos, acostumbramos a responder afirmando porque hay que cubrir las necesidades de gasto. Desde esta perspectiva, se nos recuerda nuestra obligación constitucional de contribuir de acuerdo con nuestra capacidad económica y con un sistema tributario justo inspirado, entre otros, en el principio de progresividad. Sin embargo, a quienes nos lo recuerdan se les olvida insistir también en los criterios de eficiencia y economía a los que el art. 31.2 de la Constitución alude al referirse a la ejecución del gasto público; criterios, por cierto, que tienen su reflejo normativo en un elenco de disposiciones que obligan a la Administración a gestionar los recursos públicos bajo tales indicaciones.

Lo anterior es todavía más importante si se considera que los impuestos son una excepción al derecho constitucional a la propiedad; derecho que opera a su vez como límite al principio de confiscatoriedad. Así lo ha reconocido el Tribunal Supremo en su Auto de 1 de julio de 2019 en alusión a la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos sobre la prohibición de una “carga fiscal excesiva”.

La importancia de la eficiencia económica es todavía mayor si recordamos que, desde la Segunda Guerra Mundial, el Estado mínimo ha evolucionado hasta el actual Estado del Bienestar con la paulatina irrupción de derechos vinculados a la garantía de una vida digna como fin último de la justicia social y desarrollo de la persona. La efectividad de tales derechos requiere a su vez que la Administración garantice el acceso a determinados servicios.

En este sentido, la primera tarea es identificar qué servicios son esenciales; aspecto que exige avanzar hacia un catálogo de servicios esenciales en el que, sin duda, la educación y la sanidad ya no son los únicos. En segundo lugar, hay que concretar quién los ha de pagar, y en qué proporción, así como a quien se les ha de pagar, y en qué condiciones, cuestiones que entroncan con el principio de responsabilidad subsidiaria, con los supuestos de vulnerabilidad o exclusión social y con la igualdad de oportunidades. Y en tercer y último lugar, hay que fijar quién ha de prestar tales servicios; decisión que exige resolver el dilema de la colaboración público-privada. El factor común de las tres tareas es que todas tienen consecuencias fiscales. De ahí, precisamente, la importancia de la eficiencia y su vinculación con los impuestos. En la medida en que estos financian servicios públicos, aquella adquiere una especial importancia, además, recordémoslo, de ser una exigencia legal.

Llegados a este punto, hay que subrayar que la eficiencia no es solo optar por el menor coste posible de entre varias opciones, sino un necesario equilibrio entre calidad y precio. En la medida en que lo público no se orienta al beneficio, el equilibrio se centra entre calidad y coste. Pero mientras la Administración es la responsable de fijar los estándares de calidad, control y eficacia, no es necesariamente quien ha prestar directamente tales servicios, máxime si en el mercado existen operadores en condiciones de prestarlos en los términos de calidad que la Administración exige. De ahí surge la imprescindible colaboración público-privada ya que la libre competencia es el mejor instrumento para optimizar los costes y, por tanto, para que el servicio se preste al menor importe posible sin deterioro de la calidad. En definitiva, garantizada esta, la clave reside en la eficiencia en la gestión de los recursos. Y eficiencia, entre otros, es inversión, tecnología y experiencia en la gestión. Sea como fuere, la eficiencia es mayor si la competencia es también mayor. En este contexto, lo determinante es que el “beneficio” que los operadores tienen por prestar el servicio no supere el coste de la ineficiencia en el caso de que la Administración sea quien los preste, incluida la duplicidad de recursos y la inexperiencia en la propia gestión.

El debate no se centra pues en el dilema público-privado, sino en el coste de la ineficiencia. Un caso paradigmático es el de la sanidad sueca, en la que el sector público y el privado compiten en igualdad de condiciones bajo la libertad de elección del ciudadano y la igualdad de prestaciones y costes.

Pero la eficiencia no es solo esencial con relación a los servicios cuyo beneficiario directo es el ciudadano, sino también, y muy especialmente, en los supuestos en los que no existe un beneficiario directo como así ocurre con la seguridad, la obra pública, los Parlamentos, etc., supuestos en los que además es necesario un plus de interés general y retorno social.

No hay que olvidar tampoco que el riesgo de la ineficiencia en una economía abierta es la deslocalización y el fraude.

Señalar, por último, que la eficiencia exige evitar duplicidades, evitar lo superfluo, erradicar el “gasto político”, así como justificación económica, transparencia en los costes, control independiente, evaluación de la eficacia de las políticas, y responsabilidad legal del gestor irresponsable.

En este contexto, el debate sobre la fiscalidad es un debate sobre la eficiencia. A mayor eficiencia, mayores serán los recursos de los que dispondremos. Y a mayor eficiencia, menores serán los impuestos o mejor será la asignación de los recursos públicos. Por eso la ineficiencia es tan grave como el fraude. Sin embargo, solo se nos recuerda la innegable obligación de luchar contra este último en su faceta de los ingresos, pero no la de hacerlo también con relación a la ineficiencia. Y no nos confundamos. La ineficiencia en la gestión nada tiene que ver con la corrupción. Una y otra, eso sí, requieren de responsabilidad legal.

En definitiva, la primera tarea que cualquier Gobierno responsable ha de afrontar es el debate sobre la eficiencia, esto es, sobre la optimización y transparencia en la gestión y asignación de los recursos públicos.

Antonio Durán-Sindreu Buxadé