Asesoria & Asesores Fiscales

Todos somos conscientes del deber constitucional de contribuir al sostenimiento de los gastos públicos. Los impuestos, en definitiva, son consustanciales a la propia existencia de cualquier Estado. Su dimensión, en cambio, es diferente según cuál sea el tipo de este último. En nuestro caso, el art. 1.1 de nuestra Constitución establece que “España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político”.  La expresión “Estado social” no es baladí. Significa, ni más ni menos, el compromiso de los poderes públicos con los denominados “derechos sociales” y, en definitiva, con el denominado Estado del Bienestar. En este contexto, adquieren especial importancia los impuestos como instrumento para conseguir la redistribución de la riqueza. De ahí que dicho Estado se ha identificado en no pocas ocasiones con el llamado Estado redistribuidor. Los impuestos encuentran pues su fundamento en la propia convivencia en sociedad y son, sin duda, un ejercicio de solidaridad. Su destino, además de sufragar el coste de servicios básicos como la seguridad del propio Estado, no es otro que cubrir el coste de nuestros derechos sociales y conseguir una sociedad más justa e igual. El fraude es, en este sentido, un fraude a la sociedad; un lastre para una convivencia más justa; un atentado a la solidaridad. Sin embargo, los impuestos siempre han tenido una concepción social negativa considerándolos como un límite a las libertades y derechos de los ciudadanos, concretamente, a su libertad y derecho a la propiedad. Y ello a pesar de que, con el advenimiento del Estado social, el deber de contribuir tiene un contenido solidario en la medida en que es un instrumento al servicio de la política social y económica del Estado redistribuidor. Es pues imprescindible avanzar en la interiorización por los ciudadanos de esa realidad que es nuestro Estado social y del sentido que en este tiene el deber de contribuir al sostenimiento de los gastos públicos, esto es, de nuestros derechos. Y lo es porque, como toda norma, su aceptación por la sociedad requiere su aceptación social, la legitimidad de quien nos impone obligaciones y el concebir como justo su contenido, en nuestro caso, el sistema tributario. En este contexto, es obvio que los casos de corrupción y fraude fiscal no contribuyen a asentar una percepción social positiva de los impuestos; pero tampoco lo hace una política represiva; una política tributaria basada en las sanciones. El camino a seguir es pues otro muy distinto, la transparencia; pero la transparencia bien entendida. En efecto; se trata de convencer al ciudadano de que una sanidad de calidad solo es posible mediante la financiación solidaria de todos los ciudadanos. Se trata de convencer de que colectivamente podemos conseguir servicios de mejor calidad que individualmente y que de ello nos beneficiamos todos. Se trata de convencer, explicar y documentar, que la gestión del gasto público es eficiente y eficaz. No se trata, en definitiva, de explicar lo que se hace, sino porqué se hace y cómo contribuye a una sociedad más justa. Se trata de convencer de que con los impuestos se financian no solo nuestros derechos sino una sociedad más justa, esto es, y por poner dos ejemplos fundamentales, una sanidad y una educación de calidad que garanticen nuestro bienestar. Se trata de que en lugar de que los ciudadanos perciban una sensación de despilfarro público, de desafección o de indignación, se identifiquen y comprometan con un proyecto de sociedad que garantiza sus derechos sociales y su bienestar. Se trata de que se convenza de que los impuestos son una obligación como garantía frente a quien no quiera cumplir con ella, pero no en su acepción negativa o tediosa como si de súbditos fiscales se tratase. Se trata, en definitiva, de que sea perceptible y natural que quien actúe irresponsablemente responda ejemplarmente de su actitud. Me refiero, claro está, a quienes adoptan decisiones políticas de gasto sin la diligencia debida. Y así ha de ser, porque esa decisión irresponsable es una intolerable injerencia en nuestra libertad y derecho de la propiedad en la medida que aquellas se financian con nuestros impuestos; con nuestra aportación económica a una sociedad más justa en la que no caben conductas no diligentes.

Y en este contexto, la Ley de Transparencia no responde a esa necesidad. Es, eso sí, un avance, pero en nada se ocupa de las conductas irresponsables como las de no gestionar de forma eficiente y eficaz el gasto público. De lo que se trata es de convencer con el esfuerzo permanente en explicar el porqué pagar impuestos; no con generalidades, sino con casos concretos que entendamos todos. Se trata de generar confianza. Y la confianza, digámoslo claro, no se consigue con el miedo a no cumplir con la obligación de pagar impuestos. La confianza no se consigue con la imposición, con la amenaza. Los impuestos son inevitables, sí. Los impuestos son necesarios, sí. Pero los impuestos son para financiar nuestros derechos, esto es, nuestra sanidad, nuestra educación, nuestras prestaciones, nuestro bienestar. Y para ello hay que convencer que la apuesta que se hace por ese concreto Estado de Bienestar es eficiente y eficaz. Eso sí que es transparencia; transparencia, eso sí, que no se impone por ley. Es innata a la persona, a su educación, a sus valores, a su ética. Y eso se aprende; no se impone.

Antonio Durán-Sindreu