Asesoria & Asesores Fiscales

Le invito a que reflexionemos juntos sobre el fraude fiscal y sus orígenes. Y lo primero que le propongo es que delimitemos el concepto de fraude, o mejor, las conductas que no lo son. Y creo que coincidiremos en que no son fraude las discrepancias interpretativas, la ausencia de ocultación y falsedad, la economía de opción y las conductas elusivas, conductas, muchas de ellas, reprobables ética y moralmente, pero cuya corrección requiere de una acertada política legislativa.

Pero más allá de disquisiciones teóricas, creo que coincidiremos también en que las causas de las diferentes conductas fraudulentas son muy diversas. Desde la mera sobrevivencia y la picaresca, hasta situaciones coyunturales, como la crisis económica o el paro, sin olvidar razones de tipo estructural, como el nivel de presión fiscal y la complejidad de nuestro sistema tributario, u otras muy diversas como la falta de ejemplaridad pública y privada, la ausencia de referentes sociales, la percepción de impunidad, la ausencia de interiorización del gasto público, el entorno social y la falta de transparencia y de confianza en lo “público”.

Pero en todas ellas subyace un común denominador: la falta de ética y de valores; cuestiones, ambas, en estrecha vinculación con la educación y cultura de cada país. Y si coincidimos en que una sociedad es lo que son sus ciudadanos, coincidiremos, también, en la importancia de una educación que integre la ética y los valores.

En este sentido, hay que buscar las raíces del fraude en los déficits educativos y culturales que como país padecemos. Desde esta perspectiva, se puede afirmar que el actual modelo de sociedad está en crisis. Y lo está porque la ilusión, el compromiso, el sacrificio, el respeto, la perseverancia y el comportamiento ético y moral son valores que generación tras generación se transmiten y refuerzan hasta que, repentinamente, se transforma el sistema educativo y poco a poco, generación a generación, nacen otros nuevos que los sustituyen y modifican el rumbo de la sociedad. Y esto, que en sí mismo no es malo, es lo que ha sucedido. La decadencia del sistema educativo y el abstracto Estado del Bienestar han transformado a la persona y, en definitiva, a la sociedad y a sus valores: de la cultura del sacrificio, a la del menor esfuerzo posible, de la del ahorro, a la del consumo, de la del ser, a la del tener, de la del individualismo, a la de la satisfacción de intereses particulares.

Y si estoy en lo cierto, la solución no es otra que recuperar los valores tradicionales sobre los que construir un nuevo modelo de sociedad; valores que no sólo han de impregnar el sistema educativo, sino que han de ser parte consustancial de nuestra convivencia. Sólo así es posible que conceptos como confianza, honestidad, responsabilidad, cooperación, solidaridad, compromiso, esfuerzo, sacrificio, respeto y generosidad permitan la construcción de una sociedad más justa y sean el sustrato de lo que me permito denominar una fiscalidad ética. Y para ello, es imprescindible un cambio de cultura fruto de una sociedad madura.

Los ejemplos que ilustran esa crisis de valores son muchos. Citaré tan solo uno.

El 25 de enero de 2006 entró en vigor la Ordenanza del Ayuntamiento de Barcelona sobre medidas para fomentar y garantizar la convivencia ciudadana en el espacio público de la ciudad. Entre su articulado, destacan, entre otras muchas cuestiones, el contenido de su art. 6.3 que recoge como deber básico de convivencia ciudadana tratar con respeto, atención, consideración y solidaridad a aquellas personas que, por sus circunstancias personales, sociales o de cualquier otra índole, más lo necesitan. Su art. 43.1 prohíbe defecar, orinar o escupir en los espacios definidos en la propia Ordenanza con especial relevancia cuando se trate de lugares de gran afluencia de personas, concurran menores o se trate de monumentos o edificios catalogados o protegidos. Y su art. 74.bis prohíbe, en fin, ir desnudo, o cuasi desnudo, por los espacios públicos, salvo autorización administrativa.

Pues bien; sin perjuicio de la conveniencia de regular, prohibir y sancionar esas u otras conductas, la cuestión a reflexionar es otra muy distinta: los preocupantes niveles de déficit educativo que en materia cívica y de valores estamos alcanzando. La educación no se impone; se transmite y se vive. Pero de poco sirve la educación si ésta no tiene su continuidad en nuestro entorno personal, familiar, laboral, social y económico. Pero no nos engañemos. Ir desnudo por la calle es un problema de educación que no se soluciona sancionándolo sino educando a la persona en los valores básicos de la convivencia. Y con los impuestos ocurre exactamente lo mismo.

Pues bien; si concluimos que la educación es la clave, hay que concluir también que una sociedad educada en los valores es una sociedad más madura; una sociedad que genera menos costes sociales; y una sociedad que asume convencida la necesidad del compromiso o contrato social y la naturaleza ética de no pocas obligaciones, como la de pagar impuestos. La educación así entendida es pues esencial para luchar contra el fraude. Es, por tanto, la primera y más importante inversión a realizar. Invertir en la persona es invertir en capital humano y, en definitiva, en capital social. Ignorarlo sólo nos conduce a fomentar cada vez más un Estado intervencionista, represor y cuasi policial. Un grave error.

Antonio Durán-Sindreu
Socio Director
Profesor de la UPF

Categoria

Fiscalidad general