Asesoria & Asesores Fiscales

Mes prolijo en noticias. Por una parte, se ha conocido que la AEAT ultima el Plan Estratégico 2019-2022 en el que, entre otras novedades, se intensifican las tareas de asistencia del contribuyente, y se trabaja en la redacción de códigos de buenas prácticas con organizaciones representativas de PYMES y de autónomos. Así mismo, se anuncia la existencia de indicadores estratégicos con la finalidad de medir mejor los resultados de la AEAT. En otro orden de cosas, y en el ámbito del Congreso de Inspectores de Hacienda del Estado, se ha reclamado una normativa que permita a los inspectores actuar de incógnito y se ha insistido en la conveniencia de proteger a quienes denuncien irregularidades fiscales.

La verdad es que nada a objetar. Toda iniciativa dirigida a conseguir una asistencia integral al contribuyente, una fiscalidad colaborativa, y a fomentar una lucha más eficaz y eficiente contra el fraude, será siempre bien recibida.

Sin embargo, echo en falta propuestas que ahonden en la raíz del verdadero problema en la aplicación de los tributos y que avancen en el camino de una decidida y mutua fiscalidad participativa. Me explico.

Uno de los principales problemas de nuestro sistema tributario es el alto grado de inseguridad jurídica fruto de la más que deficiente técnica legislativa; inseguridad que conduce inevitablemente al conflicto. Es realmente preocupante observar la diversidad de criterios interpretativos entre la propia Dirección General de Tributos y el Tribunal Económico Administrativo, sin olvidar los criterios dispares entre los propios Tribunales Superiores de Justicia, los votos particulares, y los cambios de criterio con los que el Tribunal Supremo nos sorprende en no pocas ocasiones.

En este inevitable conflicto no hay que menospreciar los objetivos de recaudación de la AEAT y que, al menos sobre el papel, tienen un difícil encaje con la percepción de objetividad.

Esta deficiente técnica legislativa deriva en un “choque” interpretativo entre, normalmente, la AEAT y el contribuyente, que perjudica, y mucho, las decisiones económicas y cuyo principal y demoledor efecto es la inseguridad del contribuyente con relación a cómo ha de aplicar este las normas.

Lo anterior es más preocupante, si cabe, si tenemos en cuenta que el contribuyente es el primero que se ha de “tirar” a la piscina sin garantía alguna de que su interpretación es la correcta. El contribuyente, no lo olvidemos, no quiere ni desea el conflicto. Quiere, tan solo, cumplir correctamente; quiere, para entendernos, seguridad, certeza.

Sin embargo, el conflicto tardío e inesperado produce inevitables desajustes en la práctica empresarial, deteriora la imagen de la empresa frente a terceros, la estigmatiza negativamente, y conduce inevitablemente a la desconfianza y a una desproporcionada prudencia en la toma de decisiones que se traduce, en ocasiones, en una cierta ralentización de la economía.

Son muchos los ejemplos que podría poner. Demasiados; interminables. Algunos, incluso, sonrojarían a muchos. A asesores y a funcionarios. Pero no hace falta acudir a ellos. Por poco sinceros que seamos con nosotros mismos, todos tenemos muy interiorizada la interminable lista.

A todo ello hay que añadir que en ese inevitable conflicto fruto de la pésima técnica legislativa, el criterio interpretativo que prevalece en sede administrativa es, casi siempre, el que en términos de recaudación más beneficia a la Hacienda Pública.

En este contexto, la asistencia al contribuyente no es solo proporcionarle el correcto y completo cumplimiento de sus obligaciones tributarias, sino, y fundamentalmente, garantizarle la seguridad jurídica, esto es, colaborar conjuntamente para evitar el conflicto. Pero entiéndase bien; no se trata de comunicarle al contribuyente “un” criterio, sino de debatir y consensuar conjuntamente “el” criterio. Se trata de diálogo; de participación. El sistema actual, reconozcámoslo, conduce al conflicto. Es pues imprescindible centrar todos los esfuerzos en la prevención o, mejor, en una fluida comunicación que evite el mismo, garantice la seguridad jurídica, y, por ende, fomente la confianza entre las partes.

Lo anterior es todavía más grave si tenemos en cuenta que contribuyente y Administración no están, frente a los Tribunales, en igualdad de condiciones. Y no lo están porque en el caso de conflicto interpretativo, el principio de legalidad de los actos administrativos implica que el contribuyente ha de garantizar o pagar la deuda en el caso de que este decida acudir a los Tribunales. Y eso, para mí, dista mucho de igualdad ante la ley, si se contextualiza, además, en un marco normativo deficiente, complejo e inestable.

Echo pues de menos medidas que avancen hacia una fiscalidad participativa y colaborativa; a una fiscalidad basada en la mutua, sincera y leal colaboración. Y en este sentido, los Códigos de Buenas Prácticas son necesarios, pero claramente insuficientes porque no avanzan lo suficiente en este ámbito.

Estoy absolutamente de acuerdo en que hay que excluir socialmente al defraudador. Pero hay que reconocer que la inmensa mayoría de contribuyentes cumplen voluntaria y correctamente con sus obligaciones tributarias y que lo único que reclaman es seguridad. El objetivo ha de ser pues garantizarla. Y después, pero solo después, bien venidos sean los borradores de IVA, del IS, la Asistencia Digital Integral (ADI) y un sinfín de acertadas iniciativas que, por sí solas, no solucionan una cuestión previa: la inseguridad jurídica, la conflictividad, y los efectos negativos de una falta de mutua colaboración en la gestión del sistema tributario.


Antonio Durán-Sindreu Buxadé

Fuente: Durán-Sindreu, abogados y consultores de empresa

Source