Asesoria & Asesores Fiscales

Esta es la receta que nuestro primer gobierno de coalición propone. Su contrapartida, dicen, mayor justicia social. Ello me lleva a reflexionar sobre la lectura interesada que en ocasiones se hace del art. 31.1 de la Constitución que, recordémoslo, señala que “todos contribuirán al sostenimiento de los gastos públicos de acuerdo con su capacidad económica mediante un sistema tributario justo inspirado en los principios de igualdad y progresividad que, en ningún caso, tendrá alcance confiscatorio”. Interesada, digo, porque parece que lo único que importa es la obligación de contribuir con criterios de progresividad y no la finalidad que los impuestos tienen: sufragar los gastos públicos. Tanto es el interés, que se olvida su número 2: “el gasto público realizará una asignación equitativa de los recursos públicos, y su programación y ejecución responderán a los criterios de eficiencia y economía”; criterios, por cierto, que han sido objeto de desarrollo.

La obligación de contribuir y la eficiencia en el gasto son, por tanto, mandatos constitucionales de los que la importancia del segundo no es menor ya que la obligación general de sufragar los gastos públicos es una excepción al derecho a la propiedad que su art. 33 protege. Sorprende, pues, que casi ningún político insista en la obligación de ser eficientes. Es como si se diera por hecho. Tanto, que cuestionarlo es cuestionar el Estado de Bienestar; pretenderlo recortar. Y nada más lejos de la realidad. La eficiencia es evitar el dispendio electoralista y clientelar, las duplicidades, y lo superfluo. Requiere una Administración profesionalizada y meritocrática; que justifique, valore y cuantifique sus decisiones. Que sea transparente y ejemplar. Exige austeridad.

Pero la eficiencia obliga también a ser eficientes en la gestión de lo público; obligación que requiere valorar en cada momento la necesaria intervención del Estado y la también necesaria colaboración público-privada.

Superada la prueba de la eficiencia, y que España suspende de forma clamorosa, el nivel de presión fiscal no tiene más límite que el de la propia eficiencia del sistema tributario. A mayor presión fiscal mayor ineficiencia, y viceversa. Su óptimo es mucho más una cuestión ideológica que técnica. En la práctica, su referencia viene dada por los datos a nivel europeo e internacional; datos, por cierto, sobre los que hay mucho que decir con relación a su razonable y homogénea comparación.

Pero siendo eficientes, lo primordial es que se cree la riqueza “productiva” suficiente para sufragar el gasto sin desincentivar su creación ni estimular su deslocalización. Y es obvio que a menor presión fiscal mayor es el incentivo para que aquella se cree y mayor es también la posibilidad de reducir las desigualdades siempre, claro está, que exista igualdad de oportunidades. Pero que tal igualdad sea más o menos una quimera, no legitima que la intervención del Estado sea mayor, sino que le obliga a adoptar las medidas regulatorias que la garanticen eliminando los privilegios y evitando la concentración de poder; aspectos, insisto, que no requieren una mayor presencia del Estado sino una regulación eficiente.

Hay que recordar además que la dignidad de la persona y su libre desarrollo son dos de los derechos y deberes fundamentales que la Constitución proclama como fundamento del orden político y de la paz social. La obligación del Estado es pues garantizar ese libre desarrollo, obligación que exige garantizar la igualdad de oportunidades y promover la responsabilidad personal. El Estado, por tanto, no ha de subsidiar a la persona, sino promover, facilitar y garantizar su desarrollo. De ahí la importancia del principio de subsidiariedad, esto es, que el Estado solo ha de intervenir allí donde la persona no sea capaz de hacerlo. Toda intervención injustificada de aquel atenta pues la libertad de la persona.

En este contexto, la justicia social está íntimamente vinculada al concepto de eficiencia, rectamente entendido, que exige eficiencia en el gasto, eficiencia en la gestión de lo público, eficiencia en promover la riqueza “productiva”, y subsidiariedad en la intervención del Estado.

Algo pues de razón tenía Winston Churchill cuando afirmaba que una nación no podía aspirar a prosperar gracias a los impuestos. Un país, añado yo, prospera por la prosperidad de las personas que lo integran; por su iniciativa y responsabilidad; por su libertad; por su capacidad de crear riqueza “productiva”. El Estado no puede pues sustituir esa iniciativa sin menoscabo de su libertad. No hay por tanto que sorprenderse que la propia encíclica Laudato si” afirme que ayudar a los pobres con dinero debe ser siempre una solución provisoria para resolver urgencias. El gran objetivo debería ser siempre permitirles una vida digna a través del trabajo”. En efecto; la solución no es garantizar una prestación, sino el trabajo. La solución es que el Estado promueva un marco de verdadera igualdad de oportunidades y de acceso al trabajo sin pretender reemplazar a la persona en su responsabilidad y libertad. Esto es para mí justicia social.

De ser así, lo que procede es adaptar nuestro agotado sistema fiscal al propio de una verdadera economía social de mercado reorientándolo hacia una fiscalidad de responsabilidad y compromiso social que permita sufragar políticas de gasto eficientes y eficaces. ¿Subir los impuestos? Pues no. Priorizar la eficiencia, promover la riqueza “productiva”, penalizar la riqueza “improductiva”, y afrontar una fiscalidad “social”.

Antonio Durán-Sindreu Buxadé