Asesoria & Asesores Fiscales

Creo, sinceramente, que la crisis más importante que subyace en la actual situación económica asienta sus raices en un sistema educativo decadente que limita en gran parte la capacidad de crítica y reflexión y al que pretendemos asignar obligaciones que no le corresponden: inculcar los valores sobre los que se sustenta una sociedad.

Pero los valores no se regulan por ley ni son una asignatura más; se viven, aprenden, fomentan y comparten en el devenir de la vida. ¿Qué ha ocurrido? Veámoslo.

El Ayuntamiento de Barcelona, por poner un ejemplo, aprobó en el 2006 una Ordenanza de Medidas para fomentar y garantizar la convivencia ciudadana entre las que figura la prohibición de defecar, orinar o escupir en cualquier espacio público, con especial relevancia cuando se trate de lugares de gran afluencia de personas, concurran menores o se trate de monumentos o edificios catalogados o protegidos.

Si hemos llegado a este extremo, significa que el actual modelo de sociedad está en crisis. Y lo está porque la ilusión, el compromiso, el sacrificio, el respeto, la educación, la perseverancia y el comportamiento ético y moral son valores que generación tras generación se transmiten y refuerzan hasta que, repentinamente, se transforma el sistema educativo y, poco a poco, generación a generación, nacen otros nuevos que los sustituyen y modifican el rumbo de la sociedad. Y esto, que en sí mismo no es malo, es lo que ha sucedido. La decadencia del sistema educativo y el confuso Estado del Bienestar han transformado la sociedad y sus valores: de la cultura del sacrificio, a la del menor esfuerzo posible, de la del ahorro, a la del consumo, de la del ser, a la del tener, de la del individualismo como desarrollo de la persona, a la de la satisfacción de intereses particulares.

Y en este contexto, la crisis financiera no es más que un reflejo de esta realidad: rentabilidad sin esfuerzo y especulación sin límite. Por tal motivo, su solución no es refundar el capitalismo ni poner límites al liberalismo, sino recuperar los valores tradicionales sobre los que  construir un nuevo modelo económico y  de sociedad.

La fiscalidad es también reflejo de esa decadencia. Los impuestos son el instrumento que permite obtener los recursos necesarios para sufragar el gasto público. El Estado existe porque es necesario que éste intervenga en diferentes ámbitos de la sociedad, circunstancia que requiere definir el nivel de intervención, las políticas de gasto, su importe y si éste se financia total o parcialmente con dinero público. En la parte que corresponda, hay que repartirlo de forma justa entre todos los ciudadanos. El gasto público es por tanto la pieza angular de la Administración Pública. Su control, transparencia y seguimiento es esencial. Con el pago de impuestos contribuimos a sostener el modelo de sociedad implícito en esas concretas políticas de gasto. La misión del político ha de ser convencer de su necesidad y tutelar su ejecución con criterios de eficacia y eficiencia. La realidad es muy distinta. La carga demagógica sobre la necesidad de hacer justicia a través de los ingresos nos ha hecho olvidar  inconscientemente la importancia del gasto.

Esta situación, fruto en gran parte del nivel político que España tiene, ha desfigurado el sistema tributario. Veamos unos ejemplos. Se suprime en su día el Impuesto sobre el Patrimonio, entre otras razones, porque sólo grava realmente a los patrimonios medios. Cierto; pero se olvida su causa: la imposibilidad o permisibilidad de que importantes patrimonios inmobiliarios o mobiliarios no productivos eludan su pago bajo el manto formal de empresas familiares, amparándose en una interpretación literal que excede el espíritu de la norma.

Las CCAA suprimen de hecho el Impuesto sobre Sucesiones permitiendo el Estado desigualdades territoriales. Se admite con normalidad que el IRPF discrimine las rentas del trabajo, de actividades económicas y del capital inmobiliario frente a las del ahorro: mientras  las primeras pueden tributar al 56 por 100, las últimas tributan como máximo 27 por 100. Su justificación política, un moderno impuesto dual, no coincide con los criterios técnicos que utiliza la Hacienda Pública para definir un tributo de tales características. La necesidad de recaudar impide reducir el Impuesto sobre Sociedades, disminuyendo la capacidad de competir de las empresas en un mundo globalizado y virtual.

Los privilegios fiscales deterioran aun más esta situación; por ejemplo, un blindaje legal para dificultar la inspección de las SIMCAV, una tributación privilegiada para las Instituciones de Inversión Colectiva, un atractivo régimen fiscal para atraer a no residentes que desean trabajar temporalmente en España, en suma, ciudadanos de primera y de segunda. Y como las necesidades de recaudar son obvias, la presión se traslada también a la inspección que, con interpretaciones al límite, cercena los incentivos que la ley reconoce y cuestiona la deducción de determinados gastos. Todo ello acompañado de una desproporcionada y asfixiante presión fiscal indirecta que ralentiza, hasta paralizarlo, el día a día de la empresa.

Y ante tal despropósito me pregunto: ¿dónde está la apuesta por la formación de talentos, los emprendedores, la revolución tecnológica, las energías renovables, la productividad, por recuperar la industria que se ha deslocalizado, por un tejido empresarial competitivo, por la calidad, por la cualificación profesional y técnica, por los valores y un largo etcétera? O ¿cómo afrontar la inmigración, el envejecimiento de la población, la sanidad, el futuro de las pensiones, la mejora de la educación, el caos autonómico y otro largo etcétera?

Contestar estas y otras preguntas exige articular políticas de gasto concretas, revisar y reducir el gasto público, centrarse en el mismo como pieza angular de la acción política, reformar el sistema tributario, replantear la función que los tributos han de tener, reorientar el entramado de privilegios fiscales, asentar las bases de un nuevo modelo económico y de sociedad, en el que ética, moral y valores tengan un lugar preeminente y, sobre todo, liderazgo y proyecto, esto es, y en términos de estrategia empresarial, misión, visión y valores.

Antonio Durán-Sindreu
Socio Director
Presidente de la AEDAF
Profesor de la UPF

Categoria

Fiscalidad general