Asesoria & Asesores Fiscales

Miren. Yo estoy harto de pagar impuestos. ¿Y ustedes? Bueno, me explico mejor. Estoy harto de tener la sensación de ser un ingenuo. Y soy “fino”.

Fijémonos, sino, en nuestro actual panorama tributario. Tenemos una fiscalidad del ahorro que no se aumenta por temor a que el capital se deslocalice. Las rentas altas con posibilidades de deslocalizarse, esto es, de cobijarse legalmente en países con menor tributación, lo hacen sin ningún pudor. Las grandes empresas, o algunas de ellas, consiguen una tributación efectiva que ya quisiéramos tener ustedes y yo. La fiscalidad de la riqueza es prácticamente inexistente. Y la única progresividad real que de verdad existe afecta, fundamentalmente, a las rentas del trabajo; vaya, a las rentas que no se pueden deslocalizar.

Total, que las clases medias, que son el motor básico para el crecimiento de cualquier economía, están, con perdón, asfixiadas a impuestos y empobreciéndose progresivamente. Toda la mayor liquidez que consiguen, se destina, básicamente, a reducir su elevado nivel de endeudamiento. No es pues de extrañar que España sea el tercer país de la OCDE con la presión fiscal sobre el salario más alta, incluidas, claro está, las cotizaciones sociales que no dejan de ser, en la práctica, un impuesto que penaliza la contratación y el empleo. Y así es imposible crear empleo y riqueza. Y es imposible porque el trabajo, que es la fuente originaria de la riqueza, está duramente castigado con impuestos. Algo pues estamos haciendo mal.

Los impuestos son necesarios para sufragar el coste del Estado de Bienestar. Los impuestos no son, sin embargo, lo prioritario. Lo principal es el coste de ese Estado; o, mejor, su gestión. Y la asignatura que todavía hay que aprobar es la de la reforma estructural de las Administraciones Públicas, y que no tan solo es evitar duplicidades, sino mejorar, y mucho, la eficiencia y eficacia en la gestión del gasto y adelgazar muchas de las actuales estructuras administrativas.

No se trata, entiéndase bien, de recortar el Estado de Bienestar, sino de gestionarlo de forma óptima. Y lo primero que hay que hacer es conocer con detalle “cuánto nos cuesta la fiesta”. Porque pagarla, ya sé quién la paga: nosotros, los ciudadanos. Bueno, algunos, pero en definitiva, los ciudadanos.

Es pues necesario que seamos conscientes de lo que nos cuesta. Y si partimos de la base de que nada es gratis, quizás estaremos de acuerdo en que una parte de ese coste se podría financiar con impuestos, como hasta ahora, pero en una cuantía muy inferior a la actual, y otra parte mediante copago progresivo por la utilización de determinados servicios públicos. Estoy de hecho proponiendo una financiación mixta; no subir los impuestos. ¿Y qué ventajas tendría? La más importante, asumir que todo lo pagamos los ciudadanos; no el Estado. De esta forma, existiría además una mayor visibilidad del coste de los servicios públicos y necesariamente una mayor transparencia y control. Y así sería porque quien “siente” que paga es más exigente y comprometido que quien cree que todo es gratis. Seríamos sin duda más rigurosos y críticos con la gestión del gasto porque, obviamente, desearíamos lo mejor al menor coste posible. Y eso exigiría un esfuerzo importante de los políticos en explicar lo que hoy les es incómodo de explicar. Para ellos es mucho más fácil centrarse en la demagogia ininteligible de los impuestos y en el discurso del fraude que nunca disminuye. Pero no están acostumbrados a dar explicaciones del detalle. Vaya, de la gestión eficiente y eficaz de nuestros impuestos. Como ustedes y yo tenemos que hacer con nuestra precaria economía doméstica.

Pero además, creo sinceramente que es positivo interiorizar la cultura del gasto y expulsar de nuestras mentes la ilusión financiera de lo que no es materialmente perceptible. Y, desgraciadamente, sufrimos los impuestos pero no los visualizamos. No los identificamos con nada en concreto sino con todo en general. Y no es bueno. A mi, personalmente, más que conocer los sueldos de nuestros políticos, me interesa conocer cuánto me cuesta y porqué un ingreso en urgencias; la gestión de un hospital; el coste de una consulta médica; el coste de las flores que decoran las plazas públicas de nuestra ciudad; el análisis coste-beneficio de cada una de las infraestructuras públicas, y un largo etcétera. Porque todo, absolutamente todo, lo pagamos todos. Y por eso quiero y debo conocerlo. Por concepto. Individualizadamente. Solo así estaremos en condiciones de opinar con fundamento. Y todo ello, insisto, porque el gasto público es lo prioritario. Se trata, en definitiva, de construir una sociedad basada en el compromiso; conscientes de que nuestros derechos se financian con nuestras obligaciones.

¿Y es ello suficiente? Pues no; es también básica la confianza. Y la confianza exige muchas cosas más. Entre otras, ejemplaridad pública; ejemplaridad de políticos, profesionales, empresarios, funcionarios, de todos. Pero también, y más importante todavía, una educación basada en la formación integral de la persona, es decir, en valores y principios éticos. Un sistema tributario justo, seguridad jurídica y una justicia rápida, con restitución íntegra del daño causado a la sociedad por quienes sean declarados culpables y con penas que pongan más el acento en la exclusión social que en la propia privación de libertad. Este y no otro es el camino para construir la verdadera sociedad del bienestar y para visualizar los impuestos en positivo.


Antonio Durán-Sindreu
Socio Director
Profesor de la UPF

Categoria

Fiscalidad general