Asesoria & Asesores Fiscales

No hay duda de que los “papeles de Panamá” están teniendo un gran impacto social, político y económico. Sin embargo, no deja de sorprender que lo que ningún organismo internacional ha denunciado hasta hoy es la vergonzosa falta de ética de aquellos responsables públicos que utilizan los denominados países o zonas de baja tributación para pagar menos impuestos, produciendo así un enorme daño social por su más absoluta falta de ejemplaridad y credibilidad. Y no me refiero ya a quienes lo han hecho ilegalmente, sino también a quienes lo han hecho de la forma más absolutamente lícita. Frente a ello, nadie ha puesto encima de la mesa medidas urgentes.

No me extraña, tampoco, que se tenga ahora prisa en solucionar un problema que solo la investigación periodística ha sido capaz de poner en jaque. Y ese es el problema: la incapacidad, o la falta de voluntad real, de poner fin a un problema de opacidad fiscal estrechamente vinculado a la evasión fiscal. Sin embargo, lo cierto es que si no fuera por la corrupción y el blanqueo de capitales, dudo mucho que se hubiera llegado hasta donde hoy hemos llegado.

Pero como “a río revuelto, ganancia de pescadores”, se pretende también aprovechar la ocasión y poner en un mismo saco dos temas muy distintos, la elusión y la evasión, situaciones, ambas, cuya solución no tiene necesariamente la misma receta. Sorprende igualmente la falta de cautela ante tanta información de origen y procedencia tan diversa y que no necesariamente procede de rentas no declaradas.

En definitiva, todo un despropósito que cada uno intenta aprovechar en su propio beneficio. Y sí, es cierto, las rentas más altas pagan menos impuestos porque tienen mayores posibilidades económicas de planificar su tributación, aspecto este, recordémoslo, absolutamente lícito. La transparencia, claro está, es imprescindible, pero no elimina la libre competencia fiscal en un contexto de economía abierta. Ayudará, sin duda, a sonrojar a más de uno, pero no a evitar la lícita planificación de los impuestos.

El problema es que estamos cerrando los ojos ante la cruda realidad y que, digámoslo claro, Panamá es, en este sentido, un regalo para ciegos. Sin embargo, no hay que viajar tanto. Nuestro sistema tributario es también una invitación a que las rentas más altas paguen menos impuestos. En efecto, la enorme diferencia de tipos entre el IRPF y el Impuesto sobre Sociedades (IS) incentiva sin duda al trasvase de rentas de uno a otro impuesto en claro perjuicio de quienes menos posibilidades económicas tienen para conseguirlo o de quienes ni pueden hacerlo porque el origen de sus rentas no se lo permite.

Sigamos. La falta de equidad entre las rentas del ahorro y el resto de rentas es un claro ejemplo de la quiebra de la progresividad. Sigamos. El avance de la imposición indirecta es, como sabemos, claramente regresivo y en perjuicio de las clases medias.

Sigamos. La prácticamente nula fiscalidad sobre la riqueza tiene un claro beneficiario: los patrimonios más altos.

Sigamos. Los tipos efectivos del IS de las grandes empresas continúan siendo mucho más bajos que los de las PYMES. Y no sigo porque exigiría ya entrar en detalles que ante tal evidencia considero innecesarios. Es pues urgente encontrar alternativas a nuestro más que agotado modelo fiscal.

Como ya he dicho en otras ocasiones, el paradigma de la progresividad ha fracasado. La redistribución de la riqueza es hoy una utopía. Por su parte, la internacionalización de la economía ha avivado la elusión y la lícita competencia fiscal. Además, la imposición indirecta ha ido poco a poco avanzando en deterioro de la imposición directa. El resultado es una clase media atónita, empobrecida y con menos renta disponible.

Es pues necesario reducir los impuestos sin reducir el Estado social. ¿Cómo? Primero, con una gestión eficiente del gasto. Y segundo, replanteando su financiación de tal forma que la estructura básica del Estado y de las CCAA se financie a través de impuestos, y que la estructura asistencial o social se financie con precios públicos en función del nivel de renta.

Se trata, pues, de separar los costes de lo que consideremos ha de ser financiado por todos los ciudadanos, de los que se habrían de financiar individualmente en función de la utilización de los servicios públicos.

Se trata, en definitiva, de separar el coste de los que denomino “derechos colectivos” de los que corresponden a “derechos individuales”; distinción, por ejemplo, que está implícita en la financiación del transporte público urbano o en la educación universitaria.

Tal planteamiento exige, sin duda, servicios públicos eficientes y competitivos, una fuerte inyección de pedagogía y mucha transparencia. Invita, además, a la sana competencia entre CCAA a igualdad de servicios y obliga a centrarse en la excelencia de los mismos que, de ser de verdadera calidad, consumirán todo tipo de rentas.

Requiere, eso sí, un cambio de cultura fiscal y exige sobremanera abandonar la demagogia y aceptar nuestra realidad internacional sin renunciar, claro está, a la más dura lucha contra el fraude y la elusión fiscal y a la imprescindible transparencia.

Y permite, también, reducir los impuestos con la finalidad de diseñar un sistema verdaderamente redistributivo, eficiente y que no invite, o lo haga mucho menos, a que las rentas altas se sientan lícitamente atraídas por una fiscalidad menor cuyo coste recaudatorio lo han de financiar las clases medias y bajas.

En definitiva, impuestos más bajos y cofinanciación progresiva de servicios públicos. Fijémonos pues en España sin excusarnos en Panamá.

Antonio Durán-Sindreu
Socio Director
Profesor de la UPF

Publicado en Expansión (20/04/2016)