Asesoria & Asesores Fiscales

Con motivo de la celebración del 30 aniversario de la firma del Tratado de Adhesión de España a la UE, y con la crisis de Grecia en el foco de la actualidad internacional, iniciamos una serie de artículos de análisis de los cambios e implicaciones jurídicas que este hecho ha supuesto para nuestro país.

No es fácil resumir en unos párrafos qué consecuencias ha tenido, en materia tributaria, la pertenencia de España a la Unión Europea. Sí es más sencillo trasladar la sensación general de que el Derecho europeo ha expandido las miras de contribuyentes, Administración y Tribunales españoles y que, en conjunto, nos está dejando unas normas tributarias más abiertas a la internacionalización, menos proteccionistas (al fin y al cabo, estamos en un mercado único) y, ciertamente, más sensibles a afrontar otros asuntos relevantes (normas anti-fraude, competencia fiscal entre Estados) de manera global y coordinada con nuestros socios europeos. En definitiva, hoy es una fuente aceptada de Derecho tributario español.

Como es sabido, el Derecho europeo no es omnicomprensivo (como sí ha de serlo el nacional), y se rige por unos principios esenciales de competencia y subsidiariedad. El Derecho tributario es un buen ejemplo de ello. La influencia de la UE no alcanza, por tanto, a todas nuestras figuras tributarias (hechos imponibles) y tampoco lo hace de manera sistemática. A cambio, su impacto es creciente en áreas que, con el tiempo, se han mostrado decisivas.

En cuanto al punto -teórico- de partida, y si dejamos a un lado la necesaria e imperativa armonización del IVA y de otros impuestos indirectos que gravan el tráfico de bienes y servicios en la UE, nos encontraremos con una premisa tradicional: en materia de imposición directa, la soberanía recae en los Estados miembros (no en la UE). En otras palabras, los impuestos sobre la renta (de personas físicas y de sociedades) no están armonizados, o sólo lo están residualmente. Dicha premisa tradicional es cada vez menos cierta, puesto que dicha soberanía nacional cede –y la experiencia lo demuestra- en aspectos muy relevantes. Por ejemplo:

* Las normas fiscales, por más que se asienten en principios tributarios clásicos (p.ej. la situación de residentes y no residentes es distinta y así deben ser tratados), no pueden establecer barreras a las libertades (establecimiento, circulación de capitales, prestación de servicios) que amparan que los no residentes inviertan sin trabas en España. De la misma forma, no pueden restringir o limitar la capacidad de los residentes en España de invertir en otros Estados (de dentro y –en ocasiones- de fuera de la UE). Bajo estos principios hemos visto adaptarse o desaparecer, entre otras muchas, las normas españolas sobre subcapitalización, transparencia fiscal internacional, dividendos y plusvalías de fuente española y extranjera, tributación de fondos de inversión no residentes, consolidación fiscal, determinación de la base imponible y el tipo de gravamen de no residentes, tributación de impatriados y expatriados, deducciones al I+D+i, etc.

* La regulación o establecimiento de medidas de estímulo o de beneficios fiscales (incentivos, deducciones, exenciones) deben respetar las normas de Derecho de la competencia y, en particular, la prohibición de ayudas de Estado. España, que tradicionalmente ha jugado un discreto papel en materia tributaria en los tribunales europeos, está adquiriendo una creciente notoriedad en este ámbito. Los expedientes de ayudas de Estado contra determinados incentivos forales, contra la deducción sobre actividades exportadoras y, más recientemente, sobre el llamado fondo de comercio financiero y sobre el arrendamiento financiero en la construcción de buques (el conocido como tax lease) son objeto de seguimiento y atención en todos los foros europeos. Y prueban, en todo caso, que la soberanía fiscal también puede ser puesta en entredicho por esta vía.

¿Qué podemos esperar para el futuro? Por un lado, que la anterior armonización “indirecta” se potencie todavía más (aunque con unos límites más definidos, esperemos, en materia de ayudas de Estado). Por otro, que la creciente preocupación por la transparencia fiscal, la lucha contra el fraude y la elaboración de normas que limiten la llamada “planificación fiscal agresiva” (liderada por la OCDE que, a cambio, carece de los instrumentos jurídicos que la UE sí posee), nos conduzca a nuevas reformas globales.

En este contexto, el recientemente anunciado impulso a una Base Imponible Común Consolidada del Impuesto sobre Sociedades atiende a un doble objetivo, en el que convergen todos los puntos anteriores (y alguno apenas apuntado, como la eliminación de la doble imposición): de un lado, limitará de forma notoria las opciones de planificación fiscal en los grupos multinacionales; de otro, eliminará –o, al menos, simplificará- las normas y los trámites burocráticos inherentes a la existencia de 28 sistemas tributarios distintos, introduciendo reglas (por ejemplo, la posibilidad de compensar beneficios y pérdidas realizados en distintos Estados miembros) que conviertan a la UE en un mercado más atractivo y –por fin- nos permitan afirmar que los impuestos ya no son la excepción a la Europa sin fronteras.

Departamento de Fiscal de Garrigues